Opinión | Buenos días y buena suerte

Malos tiempos para ser Hamlet

AQUÍ estamos, en el corazón helado del más extraño fin de semana, aún teñido de la crueldad de abril. Y con Sánchez en su retiro monclovita, alejado del mundanal ruido donde entrechocan las espadas y el aire se envenena por momentos. Sánchez en el rincón de pensar, Sánchez en pausa, en ‘stand by’, creando un suspense que algunos juzgan estratégico y otros sólo fieramente humano. Sánchez en algún lugar, contemplando quizás Ferraz en las televisiones, donde todo se conjura para alentar al príncipe rojo, satisfecho del amor de los suyos, pero envuelto en las dudas, hamletiano a su pesar. 

El Sánchez del arrojo y el Peugeot parecía otro. Capaz de irse y de volver, retando al aparato, y a los claros barones, algunos de los cuales nunca volvieron al redil, y se pronunciaron como socialistas de otro tiempo, o miraron sin disimulo a la derecha, afectados, al parecer, de un raro contagio.

Zapatero, en cambio, se ha mantenido cercano, infatigable, al socialismo sanchista, aunque vislumbraba sus peculiaridades. Entendió que Pedro vino a una guerra diseminada en varios frentes, un territorio minado incluso desde dentro, que ahora parece ensancharse con los horizontes electorales, las exigencias de los puigdemones que truenan y recitan letanías en las faldas de los Pirineos, y con la presión formidable de toda la derecha y más allá. 

En ese instante preciso se ha detectado una debilidad. O simplemente se ha olido la sangre, que dicen los herederos pop de ‘Tiburón’. El Sánchez resiliente, cuya doctrina explicó él mismo por escrito, como sacerdote de una nueva generación de socialistas, parece de pronto noqueado, no en el territorio feroz de la política, sino en el ámbito íntimo, en las habitaciones de lo cotidiano, en algo que algunos consideran que los políticos nunca deben mostrar: el lado más frágil del corazón. Pero el corazón tiene razones que la razón no entiende, como se recuerda siempre en estos casos. 

Experto en encontrar la salida a todos los laberintos, hábil en los contextos más esquivos, no son pocos los que discrepan de que Sánchez dude de verdad tan sólo porque es, ay, un presidente enamorado. ¿Acaso se trata de un rasgo excesivamente humano para proceder de un político? No se extrañen: la dureza del alma se ha llegado a valorar como un don, como una virtud. 

Este es el peor síntoma de los tiempos que corren, y puede que no sólo ocurra en la política. La humanidad, en general, cotiza a la baja: de inmediato, se interpreta como símbolo de debilidad. Hoy, los argumentarios cortan como flor de cuchillo, la polarización es inmisericorde. Y parece un mal muy repartido, que ha contagiado incluso al pueblo. Pero no deja de ser paradójico que el mismo presidente que ha sido criticado por su supuesto aire de superioridad, por su supuesto toque de narciso ante el espejo, sea ahora objeto de descalificaciones por su, supuesta también, mandíbula de cristal.

Sí, malos tiempos para ser Hamlet. Sánchez deja por escrito su ‘ser o no ser presidente, esta es la cuestión’. Pero los tiempos son veloces y voraces, y el que duda es de inmediato devorado. El poder tiene lo suyo de atracción fatal, desata increíbles apetitos. La mandíbula de hierro, de acero, de titanio, es la que se lleva en estos tiempos extremados. Y, por si fuera poco, ahí está el espectro de Puigdemont, que sin duda se le aparece a Sánchez cada noche. Que, ante las enormes dificultades de la legislatura que queda por delante (lo cual habrá influido), se apele al lado sentimental, que Sánchez se desnude, con la intención que sea, mostrando un flanco vulnerable, ofrece ocasión única al rival, que espera su momento, como quien espera una rendición. 

Si Sánchez se va mañana, parecerá un mártir por la causa, o el corzo herido que huye hacia el bosque para confundirse con los árboles. Si se queda, los suyos abrazarán al padre que ha escuchado su clamor. Y la oposición dirá que todo era embeleco, un paso atrás para saltar más lejos. Pero, aunque Feijóo no lo crea, hay un cierto atractivo en la aceptación de la debilidad propia. Veremos.